Era una tarde sofocante. Me dirigí al lugar donde me indicaron, una urbanización escondida tras calles y calles de casas grandes y ostentosas, todas de cinco o más habitaciones, muchas de ellas abandonadas a la merced de la maleza y la desolación. Había que entrar por todo un sistema de vigilancias, en cada esquina había un puesto de control donde te pedían identificarte para ver quien eras y así autorizar tu ingreso. Tras dos o tres de estas revisiones, que por cierto correspondían a seguridad privada y nada tenían que ver con la policía, entré a un complejo de amplias calles rodeadas de largas y verdes planicies con algunos árboles gruesos y verdes.
Recorrí la zona en el auto de mi abuela, un Hyundai Accent viejito pero confiable que apenas podía levantar el pecho entre tanta opulencia.
Ya había trabajado para este tipo de público. Para ese entonces había adquirido un nivel lo bastante alto como para desarmar al más antagonista de los espectadores, salvo que se me tirase encima, o algo así. Y en ocasiones, ya me había topado con algún ricachón engreído que quería mostrarse más listo que los demás, incluído el mago adolescente que habían contratado para la fiesta, por lo que me sentía preparado para afrontar cualquier situación.
Las primeras cavilaciones aparecieron en mi cabeza desde el momento en que supe cuál era la zona donde sería el show. El primer pensamiento que se cruzó por mi cabeza fue: “cobré demasiado poco.” Y el segundo “espero que no haya gente desagradable.” Ese día se me fue el viaje entre fantasías, de las cosas saliendo muy bien y de las cosas saliendo muy mal. En general el escenario era: yo realizando un truco, alguien gritando alguna cosa, yo respondiendo de manera triunfal y haciéndolo quedar como perdedor frente a su avance; y la alternativa era el mismo escenario, pero esta vez con un espectador o heckler (término anglosajón) que me superaba intelectual y físicamente, dejándome en ridículo frente al público.
Me estacioné bajo la sombra de un árbol de mango, las hojas dieron tregua al calor infernal. Venía con el pantalón y los zapatos del show ya puestos, en esa época prefería pasar menos tiempo cambiándome, pues andaba corriendo para todos lados pues entraba y salía de hospitales todo el tiempo.
Cuando llegué al lugar, me encontré con un perfecto muro de hojas verdes, el césped bien podado y el concreto limpio y bien señalizado. Estaba en otro mundo.
Me recibió el señor que me contrató, llamémoslo Guillermo. Guillermo era un tipo amable y cálido, que me recibió con gratitud y me hizo pasar para mostrarme la fiesta e indicarme dónde pensaban hacer el show de magia.
Adentro, en el jardín, había una estación donde tenían a tres cocineros trabajando, tenían también servicio para distribuir los platos, en su mayoría pequeños bocaditos de cocktail, para luego, según la programación, pasar a la comida principal. La abundancia era evidente.
Yo, que disfruto hablar con la gente, me puse a conversar con los invitados y así supe que básicamente eran unas siete familias, donde cada una tenía un piso del edificio para ellos, como un penthouse, supongo.
Era gente amable, de vez en cuando me lanzaban algún clásico chiste para mago, y yo fingía como si jamás me hubieran dicho que desapareciera a una suegra, o a algún político determinado, o como si pudiera aparecer dinero, alcohol, o algo similar.
Me mostraron el lugar, era un hermoso espacio ubicado justo frente a unas escaleras que descendían a un nivel inferior, que daba a una piscina, todo esto recuerden, al aire libre. Al lado de esta zona estaba el gimnasio del edificio, justo ahí estaban ellos.
La primera vez que los vi, solo eran sombras detrás de un vidrio que separaba el patio del gimnasio, y yo estaba muy ocupado colocando mi música y dejando todo listo para empezar. Fui a cambiarme, me habían indicado cambiarme en unos baños al lado de la entrada del gimnasio. Dentro me coloqué la que en ese entonces era mi característica camisa morada y una chaqueta negra que le iba muy bien. ¿Admitiré alguna vez que usaba la camisa por fuera, y quizá el precio que debía pagar por ello era la tragedia que habría de acometer? Mi abuela tenía razón. Bueno, echarle la culpa a la camisa sería demasiado, pero sería un buen consuelo para no admitir que siempre es responsabilidad del artista llevar adelante su show.
Salí del baño ya vestido, cuando a mi izquierda escuché gritos y risas, me asomé para ver dentro. Guillermo se había ido a una sala de eventos que estaba en el mismo complejo, pero al lado opuesto del gimnasio, no tan lejos, pero tampoco tan cerca.
Era el cumpleaños de uno de los niños y yo debía juntarlos a todos para realizar el show de magia. Primera mala señal: se veían de entre 10 y 13 años, justo la edad donde se sienten demasiado grandes, pero siguen siendo solo niños. Había variedad de edades, pero un grupo de cuatro o cinco niños era el que me parecía más inquietante.
Me acerqué y los saludé, pero me ignoraron de forma consciente y evidente. Insistí.
-¡Oigan! En cinco minutos va a empezar el show de magia, ¡Vamos para que vean el show! – usé todo el carisma que podía ofrecer
Una niña rió visiblemente mientras todos se observaban como perplejos entre ellos. Se miraban y me miraban, me miraban y se miraban.
Al final, uno de los niños cuyo nombre he olvidado a fuerza de acérrimo odio (mentira), se levantó y les dijo a todos que fueran al show, y todos fueron. Pensé que había ganado, poco sabía yo.
Se sentaron, me preparé y empecé.
Música de fondo, un jazz movido.
Empiezo a hacer una rutina de pañuelos y monedas, aparecen, viajan y desaparecen. Yo pensaba que era un bombazo esta rutina, joyísima, “los debo estar matando ahora mismo.”
Los miré.
Estaban con el rostro perdido, me miraban con un genuino aburrimiento que me traspasó como viento helado. Yo no estaba ni cerca de haber capturado su atención como lo podría haber hecho con sus padres. Proseguí con la rutina, insistí en que quizá el final haría mella en ellos, pero ya el desinterés había alejado de forma definitiva su mirada de los puntos más altos del acto, incluído el final.
Cerca ya de terminar, uno de ellos se levantó y se me acercó, era una cabeza más pequeño que yo.
– «¿A ver qué tienes en los bolsillos? » – Y metió sus manos llenas de comida al interior de mi chaqueta. Todo ocurrió de forma tan repentina y extraña, que cuando sus pequeñas manos estaban en mi ropa, yo aún estaba interpretando la rutina de las monedas, y mi reacción fue detener completamente el gran final de la rutina para sacar sus manos de mi bolsillo.
Con sus manos salió una moneda, una moneda que no tenía nada que ver con la rutina, sin embargo era del mismo tipo de monedas que las que estaba usando.
Se tomaron de ahí y empezaron a gritar “¡Lo descubrió!”. Los gritos aislados se volvieron coros que se repetían con fuerza desde los más grandes a los más pequeñitos, quienes apenas podían pronunciar “des-cu-brió”.
Mi templanza se vino abajo, ¡Estaba rodeado de hienas! En retrospectiva me causa mucha gracia, pero en ese entonces estaba en modo pánico. Me empezaron a temblar las manos y traté con desesperación de ceñirme a mi guión y de continuar con los diálogos y los juegos lo mejor que pudiese, porque no tenía idea de cómo resolver el claro problema que había frente a mi: estos niños solo querían sabotearme.
Irme sin actuar nunca ha sido opción. Ya había cobrado demasiado poco como para que se rehusaran a pagarme porque no había cumplido con el tiempo, incluso en una situación tan desesperante.
Pasado el punto donde era claro que no podía continuar con el show planeado de ninguna forma, entendí que lo que debía hacer era cambiar la estrategia. En otras ocasiones, cuando me ha sucedido algo como esto, dejar de hacer magia “infantil” o “magia de salón” y hacer algo de magia de cerca ha sido una buena opción.
Muchas veces los niños más grandes creen ser demasiado “grandes” para un show de magia, lo cual puede llevarlos a la conclusión de que todos esos shows son “tontos”. En esos casos, cambiar el tono y el tipo de magia, suele hacerlos sentir intelectualmente atraídos a algo que se siente más “para adultos”. Cuando lo verbalizo y digo algo como “bueno, intentemos hacer algo que no sea para niños pequeños” suele suceder que logro ganarme su interés de nuevo.
En esa oportunidad detuve el show y dije exactamente eso, luego me senté en el suelo, estábamos todos al mismo nivel y yo tenía las cartas bien tomadas.
No soy un mediocre cuando se trata de hacer las cosas que me gustan. En ese momento, años atrás, ya había acumulado miles de horas de ensayo y práctica, era muy bueno técnicamente, y tenía acceso a muchísimas herramientas para dejar perplejas a las personas tan solo con un mazo de cartas.
Ese público era en su totalidad antagónico, los más pequeños seguían el ejemplo de los grandes, y todos los grandes estaban en mi contra.
Me aseguré de empezar con fuerza, empleando uno de mis juegos de magia más seguros a lo largo de toda mi carrera: “La carta ambiciosa”. Un juego simple donde una carta firmada repetidas veces se deja al centro de la baraja, solo para mostrar luego como vuelve repetida y misteriosamente a la parte superior del mazo de cartas. Cualquier descripción es insuficiente e injusta, su fuerza se ve en los rostros de los espectadores.
La dificultad añadida era que estos niños ya habían hecho un juicio respecto a lo que iban a ver y consideraban que, fuese lo que fuese, sería banal y mediocre.
Empecé.
– “Saca una carta.” Me dirigí a una de las niñas grandes, era rubia y tenía un rostro fino y gentil, con una sonrisa inocente.
La sacó, intentando primero quitarme la baraja de las manos pero no se lo permití apretando el mazo con fuerza. No pudo ganar y prefirió sacar la carta. Una vez que la tenía se negó rotundamente a regresarla a la baraja. Pensé que no debía pasarle el lápiz para que firmara la carta, porque eso sería un lápiz perdido. Al final decidí ignorarla y decirle a alguien más que sacara una carta. Había otra niña que no había participado en el grupo de forma activa, así que pensé que quizá podía ser neutra, o quizá yo le causaba simpatía, o incluso lástima.
Ella siguió mis instrucciones, firmó la carta y me la devolvió, yo la introduje en la baraja y dije:
– “Atentos, la carta firmada está en el centro.”
Presioné el dorso de la carta superior como si tuviera un botón encima…
– “Y la carta sube.” Revelé la carta superior, era la carta firmada.
Silencio. Uno o dos de los niños grandes habían estado observando callados, como tomando en serio el desafío de ver algo “para adultos” y descubrirlo de forma legítima. Se miraron entre ellos y no hicieron ruido alguno.
Continué.
Segunda fase.
La carta firmada, una vez más al centro, esta vez ellos mismo la insertan en la baraja.
Pausa.
Se presiona el botón.
La carta está arriba.
Tres de ellos se miraron perplejos, la segunda fase iluminó sus rostros de una forma que luego intentaron ocultar, pero que ya había aparecido clara y brillante en sus caras. Gané un poco de terreno. Continúe con la rutina, había aún un niño molestando que insistía en fingir ignorarme y tratar de hacer peticiones irracionales.
– “Dame las cartas y déjame hacerlo a mi.” y se abalanzaba en mi contra para intentar sacarme las cartas de las manos, o mostrar alguna carta que él consideraba debía verse en algún momento.
Tenía el cabello oscuro, una voz insoportable y una clara inteligencia en su mirada.
Pasaban las fases del juego, cada una más imposible que la anterior y poco a poco me iba ganando a los demás pese a los avances de este niño, llamémoslo Alberto. Alberto continuaba ignorando de forma estoica las partes cruciales del juego de magia que, de otra manera, también lo habrían dejado asombrado. Se negaba a ver lo que estaba frente a sus ojos.
Llegué a la fase final, en esta última la carta firmada se marca con un doblez y se coloca al centro, luego se cubre con el resto de las cartas. Al presionar el botón, de manera repentina, la carta firmada, aparece arriba de la baraja, aún plegada. Este final siempre deja perplejo al público, por tanto, lo único que yo quería era que Alberto viera eso, y si eso no lo lograba, me rendiría sabiendo que hice todo lo posible.
Lo miré y le puse la mano en el hombro.
– “Escucha, yo sé que no te gustan estas cosas, pero haz silencio cinco segundos y mira esto.” – Apreté su hombro con firmeza, él me miró confundido, entre desafiante y asustado.
– “No.” espetó.
– “Esta es la última vez que lo haré.” declaré frente a todos, ahora ignorando de nuevo a Alberto. Él no dijo nada.
Doblé la carta y la dejé al centro, solo había silencio. A la distancia pude ver que Guillermo se asomaba desde el otro lado del jardín, rogué que se quedara mirando hasta la reacción final, pero él solo me observó un par de segundos y volvió a la zona de adultos de esa fiesta infantil.
Muy despacio acerqué mi mano al dorso de la carta superior, presioné el botón, esperé unos segundos…
Tras la espera ocurrió un pequeño milagro: la carta superior se levantó de forma repentina e inesperada, como si hubiese cobrado vida de manera momentánea, manifestándose arriba de la baraja con una curva pronunciada que hace un segundo no estaba allí.
A una de las niñas se le escapó un grito ahogado, todos lo notamos. Ella estaba visiblemente avergonzada de eso. Por primera y quizá, por única vez en ese día, habían visto magia.
Sentí el breve e inusual triunfo. Respiré profundo y sonreí de verdad por primera vez en todo el show.
El show debía tener una duración de 60 minutos. Contando el tiempo que estuve en el escenario siendo hostigado a diestra y siniestra por los niños, y el tiempo que pasé sentado haciendo la rutina de la carta ambiciosa, el espectáculo había tenido una eterna duración de 20 minutos más o menos.
Cuando confirmé esto con el reloj, sentí que se me revolvía el estómago. Era la máxima derrota, no me habían dejado actuar, y pensaba que no me pagarían porque no había cumplido con lo exigido.
Con la dignidad que me quedaba, dando siempre mi mejor cara, me acerqué al lugar donde estaban los adultos, un salón de fiesta techado lleno de mesas y gente comiendo y conversando.
Ahí encontré a Guillermo, al cuál saludé sonriendo.
– “¡Marcus! ¿Ya terminaste? Oye de verdad que te felicito, no puedo creer que los tuviste todo este tiempo allá sentados en el mismo sitio, es el primer show del cual no salen corriendo tan pronto empieza.
Se me heló la sangre. Él no había visto nada, solo había visto un pedazo desde muy lejos, no tenía manera de saber lo que había pasado, al menos no en ese momento. Sentí que el universo se apiadaba un poco de mí.
– “¡La pasé muy bien la verdad, pero ahora quería hacer magia de cerca a los adultos!” (No digan mentiras, niños)
Pude redimir en parte mi conciencia destruyendo la mente de este grupo gigante de adultos con dinero, obtuve su total aprobación y sus gritos de asombro, pero en mi corazón seguía el amargo sabor…
El amargo sabor del peor show infantil que he tenido en mi vida.