Antes de adentrarnos en el blog de hoy, que habla de escribir, quiero dejarte invitado a adquirir y leer mi nuevo libro, que sacare a la venta este sábado 19 de noviembre, al mediodía. Si te interesa, escríbeme a «contacto», espero que lo disfrutes!
No recuerdo de dónde surgió el primer impulso a dejar mis pensamientos en palabras. Si tuviese que remontarme a algún origen tendría que señalar la primera vez que pude experimentar la genuina sensación de asombro frente a la palabra escrita: el libro se llamaba “El Enigma de París”, de Pablo de Santis.
Mis recuerdos del relato se superponen uno sobre otro, recuerdo por ejemplo que era un libro de detectives, recuerdo que en este, distintos detectives, cada un representante de su comunidad, o país, se encontraban en una clase de reunión donde discutían los últimos avances y hallazgos que habían en su profesión. Podría decir poco de la calidad literaria de esta historia, lo cierto era que desde la primera página había atrapado mi atención de una manera única en ese entonces.
Me lo compró mi madre en el centro comercial “Sambil”, en Valencia, Venezuela. Fue una compra impulsiva, pasamos frente a una librería y por pura casualidad me topé con una portada azul muy linda, y el título llamó mi atención. Lo pedí, y para mi sorpresa, lo obtuve. Creo que mi madre estaba más que complacida de que tuviese un espontáneo interés por la lectura, aunque realmente no podría decir con certeza a qué edad fue que me topé con este libro.
Lo leí solo dos veces, la vertiginosa trama y el inesperado desenlace me dejó con una profunda hambre de más, tanto fue el impacto que tomé una de las costumbres de uno de los personas, que decoraba las paredes de su casa escribiendo sus versos favoritos en las paredes con una caligrafía prolija y hermosa. Imaginaba su mansión como un libro hecho hogar, donde se escondían a simple vista versos y frases que habían impactado el alma de alguien, quien se había tomado la molestia de transcribirlo con su puño y letra.
Empecé a hacer lo mismo en mi habitación. Ya no recuerdo cuál fue la primera frase que plasmé en mi pared, solo recuerdo que la caligrafía era cuidadosa, pero tosca, y que desde ese momento en adelante, cada pensamiento o frase que me impactó era anotada por mí en uno de los cuatro blancos rincones de mi mundo.
Pasó poco tiempo para que migrara de leer a escribir, y aunque mis capacidades como escritor eran las que podía tener un adolescente que seguía sus instintos, me sentía orgulloso de dos historias en particular: una historia oscura y atormentada de una intervención policial que salía espantosamente mal; y una suerte de ficción muy inspirada en Borges que trataba de un hombre que, al borde de la muerte, se enfrentaba a la tarea de tener que darle nombre a todas las cosas del mundo antes de cruzar el umbral a la otra vida.
Ya para ese entonces mi vida estaba empapada de magia. Mi mentalidad obsesiva y enfocada devoraba libros, principalmente de ilusionismo y prestidigitación, y en segundo plano buscaba el placer en la lectura de aquello que me llenara el alma y el corazón, descubrí a Borges de joven y de inmediato se convirtió en mi favorito. También estaba en la ecuación el mundo de la danza, que mi madre había empezado a cultivar en mi casi al mismo tiempo en que empecé a practicar ilusionismo. Podríamos decir que en ese entonces mi vida era la magia, y en segundo y tercer lugar estaba la danza y la literatura.
Pese al ensimismante pasatiempo de la escritura, jamás tuve demasiada intención de publicar. Imagino que todo aficionado genuino considera que su obra jamás cobrará la importancia o el sentido propio de una obra que merece ser publicada, mi objetivo era el de dejar salir aquello que no podía permanecer dentro de mi, un mundo interno que me rogaba lo dejara florecer de algún modo.
Quién diría que hoy, unos diez, once, o quién sabe cuántos años más en el futuro, escribir se habría vuelto uno de los pilares fundamentales de mis desahogos y de mis reflexiones.
Desde muy en el inicio de mi lectura de libros de magia e ilusionismo me vi confrontado con la idea de que el cuerpo teórico que presentaba la magia era de una pobreza pronunciada. Los libros con los que me había topado (benditos sean, porque buenos o no, me han hecho quien soy), eran casi recetarios, pasos e instrucciones que venían acompañados de diálogos funcionales que yo estudiaba y repetía, con resultados que para mí eran increíbles y satisfactorios. La magia funcionaba, me defendía y me entregaba la dicha del asombro de mi público.
Muy temprano en mi búsqueda me topé con el libro de “La magia de Ascanio”, libro que hoy por hoy considero la máxima expresión de una teoría general de la magia, o al menos de la vida interna de la magia. Muy para mi pesar, mi lector interno estaba demasiado acostumbrado a las historias como para entender el peso que tenía aquel cuerpo teórico. Pese a ello, creo fielmente que ese libro marcó grandes diferencias en mi manera de apreciar la magia, siendo la primera el hecho de que estaba frente a un libro de magia que claramente no lograba comprender del todo.
Verán, la magia que se explica a modo de recetario presenta una muy baja dificultad de lectura. “Toma esto, muévelo aquí, dí esto, has así, mira en esta dirección”, solo había que seguir los pasos, y una vez te acostumbrabas a la terminología, no había demasiada diferencia entre uno y otro libro. Incluso las partes de los libros que hablaban de teoría eran de una rigurosidad tan pobre que, en mi ingenuidad, sentí en aquel entonces que ya entendía la magia a cabalidad.
De repente, frente a este libro de Ascanio, me encontraba con una dialéctica que tomaba en consideración sus propios postulados, que intentaba no incurrir en contradicciones y que también buscaba una consistencia interna que simplemente se escapaba de mi entender. Abandoné el libro.
Otras obras me fueron mucho más sencillas de digerir, el cuerpo teórico de Tamariz era ameno y divertido, su prosa alegre y humorística me cautivó y me hizo crecer con una facilidad aterradora. No me sorprendió, años después, descubrir que Tamariz estaba, de alguna forma, parado sobre los hombros de Ascanio.
Retomé el libro de Ascanio varias veces, cada vez parecía entenderle un poco mejor, ya en la universidad mi repertorio de libros leídos había crecido en su sofisticación, estudiando Psicología me tuve que enfrentar a textos que no solo eran técnicos y rigurosos, si no a universos conceptuales que eran absolutamente ajenos a mi, como eran los cuerpos que existen en la filosofía, Nietzsche, Kant, Heidegger, Freud, Jung, personas que tenían un dominio tal del lenguaje y el pensamiento que lograron avanzar el pensamiento humano a solo la fuerza de su pluma y su palabra.
El libro de Ascanio dejó de parecer tan complicado, sin embargo, aún estaba lejos de poder comprender el verdadero impacto que tenía su trabajo en el arte de la magia.
Mis estudios en psicología, aunque incompletos, expandieron los límites de mis razonamientos, y empecé a pensar en la magia desde esos ángulos y perspectivas, empecé a cuestionarme los principios que regían la percepción, las razones detrás de la funcionalidad de los juegos de magia, y di mi primera conferencia para la Sociedad Venezolana de Ilusionismo, tenía 18 o 19 años en ese entonces, y la conferencia se llamaba “Principios Psicológicos de la magia”, donde yo despotricaba sobre los principios de la gestalt y su correlato con la forma en que la magia engaña a la mente.
No sé cuál fue el impacto de ese libro en mis amigos y colegas, solo recuerdo que fue una charla especialmente enriquecedora para mí, y también recuerdo las alentadoras palabras de todos, que me decían que había hecho un buen trabajo.
No era suficiente.
Una vez escuché en algún lado que García Marquez decía que una vez terminaba una de sus obras, nunca la volvía a leer “Porque siempre se pudo haber escrito mejor”, esa idea se grabó como fuego en mi corazón, y mi hizo prisionero de un perfeccionismo patológico que me hacía cuestionar cada una de las cosas que plasmaba en el papel, dejándome casi inmovil frente a la idea de escribir, pues no encontraba la manera de escribir algo sin que me pareciera malo, o terrible. No era extraño entonces que en ese momento, pese a que escribir seguía siendo algo que me gustaba, solo tenía “terminados” los dos cuentos que ya he mencionado, todo lo demás había sido desechado.
Incluso la conferencia que di y las subsecuentes conferencias que preparé, relacionadas a la presentación de la magia y otros temas similares, nunca pudieron realmente pasar por este filtro que imponía mi propia razón, de ahí el hecho de que esas conferencias nunca fueron escritas, sino que más bien eran resultado de conversaciones internas que tenía y que iban tomando forma de manera silenciosa en mi cabeza: daba las conferencias de memoria a partir de guías simples que me recordaran cuáles puntos debía abordar. Y como era una persona estudiosa para mi carrera, estaba bien armado conceptualmente para defender mis puntos y para establecer mis ideas con relativa claridad.
“Años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella lejana tarde en la que su padre lo llevó a conocer el hielo”. De esa misma forma, años más tarde, puedo recordar la trepidante sensación que tenía justo antes de revelar mis pensamientos a mis amigos, mis colegas, las personas que vieron mi potencial y permitieron que yo, un niño en ese entonces, les hablase como si supiese más que ellos, profesionales experimentados pero humildes que me escuchaban con atención y respeto.
Agradezco profundamente la oportunidad que me dieron.
Hoy por hoy, sigo derramando mi corazón en la página en blanco, lo hago de forma intuitiva, sin preocuparme tanto por la técnica o la estructura, pero ahora, ya con más vida bajo mis pies, practico un rigor particular que aprendí primero en la universidad, y luego en la vida: el rigor de enfrentarme a mis propias ideas y de batirme con ellas hasta la última de las consecuencias.
Explicaré este proceso: cuando tenemos una idea, el curso de acción más común es aceptar dicha idea, pues ha surgido de una circunstancia o experiencia real, y la tendencia del humano es la de confirmar aquello que ya conoce, a esto se le llama “Sesgo de confirmación” en psicología. Mi formación, que tenía bases filosóficas, también estaba inclinada a la rigurosidad científica, así que, en la medida que me era posible, y teniendo en cuenta todas mis limitaciones, cada vez que se me ocurría una idea relacionada a la magia, o para nuestros fines, relacionada a cualquier cosa, mi objetivo se convirtió en atacar esa idea con la pregunta “¿De qué forma estoy equivocado cuando pienso esto?” De modo que, a fuerza de razón, iba desplomando y transformando mis ideas, hasta hacerlas fuertes y rigurosas, para llegar al punto donde yo mismo no podía, con toda la genuina y honesta intención de encontrar la verdad, desecharlas con argumentos.
Con este procedimiento di con máximas que orientaron mi manera de ver la magia en torno a la presentación y el “showmanship”. Obtuve resultados increíbles, el público me quería en el escenario, y yo sentía que lograba mucho más que aquellos que no ponían en práctica estas ideas que había depurado, y que había confundido con la verdad absoluta.
Años más tarde alguien llamó mi atención a uno de los descuidos conceptuales más grandes que he cometido: había entregado todo el peso de la interpretación artística de la magia a la vida externa, a la presentación y nada más que la presentación. Mi magia, en términos técnicos, era débil, pero entretenida e interesante gracias a mi propia presencia y las estrategias que utilizaba para comunicar y para llegar hacia mi público. Mi “éxito” se sostenía en mí, pero mi magia, más allá de su dificultad técnica (siempre fui obsesivo en depurar la técnica), estaba llena de inconsistencias, problemas y contradicciones propios de la vida interna. Mi ojo estaba afinado para la presentación, pero no para el aspecto metodológico.
Me invadió una sensación dura y agobiante. Sentí que en cierto modo había elegido cuál era la verdad, y en el proceso había dejado de lado, de manera deliberada, el cincuenta por ciento de toda la magia, la sofisticación interna, la belleza de los métodos, la elección de los momentos, la inexistencia de la trampa.
Ascanio se volvió a presentar frente a mí.
Con nuevos ojos, ojos que habían sido abiertos una vez más, ojos que estaban entrenados por la vida, por la literatura, y por la interacción de grandes magos y amigos, pude encontrarme con la riqueza de una obra que me indicaba cuál era el camino a seguir para obtener aquello que me faltaba. La guía de Ricardo Rodriguez, Juan Esteban Varela, y las discusiones que se armaban en ese hermoso grupo de magos de Valparaíso habían resignificado lo que era la magia, y pude dirigir toda la emocionante rigurosidad que disfrutaba aplicar a nuevas direcciones, direcciones propias de la vida interna de la magia.
Gracias a eso escribí un ensayo donde plasmé en la medida de mis capacidades, un resumen o introducción a las ideas Ascanianas, ideas que describí del modo en que a mí me hubiese gustado ver cuando era jóven e ingenuo (suponiendo que ahora no sea ingenuo), y en ese ensayo pude reencontrarme con esa voz interna que me exigía rendirle cuentas, razonar con detenimiento y fortalecer mis argumentos e ideas para poder tener cimientos fuertes en la jerarquía de valores de la magia que había en mi.
“Siempre se pudo escribir mejor”. Esta frase aún me atormenta. Ayer por la tarde terminé un texto donde habló con descarada libertad sobre temas relacionados a la magia y la vida externa, me doy atribuciones que en algún momento habría considerado engreídas, pero lo he hecho desde la más absoluta honestidad, y desde la más pura intención de confrontar mis propias ideas para hacer más fuertes la base del suelo donde piso.
Siento orgullo, no precisamente del texto en sí mismo, si no de haber sido capaz de sobreponerme a mis propias preconcepciones, a las propias ideas que en algún momento se disfrazaron de la verdad, y que ahora dieron paso a la legítima duda y el legítimo cuestionamiento de qué es lo que conforma el cuerpo teórico de la magia.
Parado sobre hombros de gigantes es mucho más fácil tener perspectiva, quizá desde aquí arriba pueda ver las cosas más claras, y quizá mi descripción del panorama pueda servirle a alguna persona a entender alguna cosa mejor, y si tengo mucha suerte, podría ahorrarle a alguien uno o dos tropiezos de los cuales yo no me pude salvar.
Espero en algún momento poder leer lo que he escrito y pensar: “Aún tenía mucho que aprender.”
No silencien su voz interior. Piensen, cuestionen, apliquen, y por sobre todas las cosas, equivóquense.